Cuando unos amigos nos dijeron de ir a pasar unos días a Tignes no nos lo pensamos ni un momento así que cogimos todos los bártulos y después de casi 10 horas en coche nos plantamos allí, el paraíso nevado. Tengo que decir que solo he ido dos veces en mi vida a la nieve (a parte de mi último fin de semana como habitante en Londres que cayó una nevada tremenda, pero esa historia os la contaré otro día ;P), la primera fue con 14 años en la típica excursión de escuela que te llevan a pasar 3 días fuera (que recuerdos de aquellos mini trayectos de pre-emancipación!) la siguiente vez ya fue en edad más adulta, para mis 21 cumpleaños me llevaron unos amigos a esquiar a la Molina y fue allí donde descubrí que la nieve me encantaba, tomar cerveza fría a final de pistas también, pero que el esquí nunca iba a entrar en mi lista de deportes favoritos a practicar.
Para situaros un poco a los desconocedores, Tignes está en los alpes franceses, en el corazón de Saboya (Ródano-Alpes) justo al lado de la frontera. Está a una altitud entre 1.440 m y 3.747 m y posee 156 pistas repartidas en 300 kilómetros, impresionante!
Nosotros estuvimos situados en la parte alta en Val Claret, a unos 2100 m, nunca había experimentado el «efecto presión» y nos llevamos un buen susto cuando al subir de camino al apartamento en el coche se nos reventó una bolsa de patatas ¡Pam! ¡Menudo vote dimos, jaja! Me encantaba descubrir como todos los envases que llevábamos se habían inflado por el cambio de presión, algo así como un muñeco Michelín, incluso paseando por el supermercado de allí (sí, soy de esas personas que les encanta ir de compras al supermercado y más si son de fuera de España, me flipan los cambios de producto en los estantes y todas las cosas nuevas que se puedan probar ¡mm…!) ver todas sus estanterías con envases inflados y tocarlos con cara de asombro como si se tratasen de objetos únicos en el mundo jajaja.
Al llegar al apartamento vimos que este estaba literalmente en medio de las pistas de esquí, exactamente en medio de 3 pistas . Al lado de recepción había una habitación con taquillas para dejar tu material de nieve y poder salir (o entrar) ya peripuesto para poder darlo todo en esas dunas blancas que nos rodeaban. Mi opción fue otra, me subí a la habitación, me dí un buen baño caliente (casi más vital que necesario después de tantas horas de carretera y manta) y me hice un café caliente mientras veía desde la ventana de nuestro apartamento nevar. Sabéis esos pequeños placeres que sientes que te llenan el alma? Para mi uno de mis pequeños placeres es despertarme por la mañana con el sonido de la lluvia mientras se cuela ese olor a tierra mojada por la ventana de la habitación, es entonces cuando recuerdo que no tengo que ir a trabajar ese día y comienzo ha hacer la croqueta en la cama mientras mi pareja prepara café caliente en nuestra cocina. Pues así me sentía yo sentada allí, sujetando mi café con las dos manos para poder sentir su calidez mientras observaba la maravillosa imagen que me ofrecía ese lugar, pura magia.
Fue casi casi un viaje fugaz ya que fuimos para pasar 3 días y uno de ellos ya era la vuelta en coche. En nuestra breve estancia no paró de nevar ni un solo momento del día y de la noche, a causa de eso, nos despertamos la primera mañana sobresaltados de la cama por el sonido de unas explosiones que hacían vibrar el edificio entero, como si la tierra se fuese a abrir debajo de nuestros pies y nos fuese a engullir al más estilo apocalíptico – ¡Que se nos cae la montaña encima! – fue mi primer pensamiento: allí arriba, con esa nevada, ese viento, ese «todo» desconocedor mio y dije ya está, esto es una avalancha… pues no pero casi! Los que hayáis vivido esto ya sabréis seguramente de qué se trata, yo lo descubrí aquel día jaja. Resulta que son explosiones controladas para evitar las avalanchas de nieve y la acumulación de esta (no te acostarás sin saber algo nuevo).
Una vez montados en el coche, y con todo cargado para emprender nuestro camino de vuelta a casa, decidimos tomárnoslo con calma y circular por pueblos franceses en busca de algún sitio típico en dónde parar a comer. Después de descartar varios restaurantes de carretera decidimos entrar a un pueblecito situado en una colina. Al entrar al pueblo preguntamos a un hombre que paseaba por allí si podía recomendarnos algún restaurante bueno del lugar y su respuesta nos dejó atónitos «es muy tarde ya para comer, los restaurantes cierran a la 13h» ¡PLAS! como si nos diera en toda la cara. ¿Muy tarde? A todo esto eran tan solo las 13:15 horas, aquí ya empezó la preocupación acompañada de un mordimiento de uñas que iba a terminar en muñón. – ¿Y qué hacemos? – pensamos. Pues seguir la carretera hasta encontrar algún lugar que nos diesen de comer.

Casi una hora más tarde, después de recorrer más de 6 pueblos, unos cuantos kilómetros y con un hambre como si no hubiésemos comido en tres días (diré en nuestra defensa que aquella mañana el desayuno fue bastante light y temprano, ejem) conseguimos encontrar en una especie de polígono industrial en miniatura, un restaurante que a punto de cerrar sus puertas decidió acogernos ¡Yujuuu! Fueron encantadores con nosotros y el chico que nos atendió fue especialmente atento, mientras nos hacían la comida iban recogiendo y preparando las mesas para la cena, una vez nosotros servidos ellos también se pusieron a comer. Ya con las barrigas llenas seguimos nuestro camino a casa riéndonos y recordando las anécdotas que nos habían ocurrido en nuestra breve escapada.
En resumen, Tignes ha sido un viaje bonito y placentero, de esos que te dejan la sonrisa puesta. Porque para mi otro de los placeres de la vida es poder compartir estas aventuras con las personas que quieres y aprecias, los pequeños detalles, los grandes momentos 🙂
Me ha encantado esta pintoresca historia con aroma a nieve y a escarcha. jejeje… y en lo particular,he disfrutado mucho con esa sensación que me toca de pleno, esos instantes que nos tocan el alma, Ya sabes lo esencial es invisible a los ojos.
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